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54Grado.com : Hoy es jueves 28 de marzo del 2024. Faltan 278 días para el año 2025. Temperatura: la máxima estará entre 31 °C y 33 °C y la mínima entre 22 °C y 24 °C :.... Efemérides Nacionales: 1805. El coronel italiano Juan Barón, perteneciente a las fuerzas mixtas de dominicanos y franceses, muere en combate contra las tropas haitianas de Dessalines sitiadoras de Santo Domingo. 1862. La reina de España, Isabel II, nombra a Pedro Santana Marqués de Las Carreras, luego de aceptar la renuncia de éste de sus cargos de capitán general y gobernador de la colonia. 1864. Juan Pablo Duarte hace su entrada a la población de Guayubín, buscando apoyo para la restauración de la República. 1928. Nace en la ciudad de Montecristi, el lanzador Federico (Chichí) Olivo Maldonado. 1962. Mediante una carta enviada al presidente de la OEA, Alberto Zuleta Ángel, el canciller dominicano Bonilla Atiles, solicita al organismo hemisférico tomar interés en relación a los juicios celebrados en Cuba contra los prisioneros de guerra. 1963.En un discurso al país, el presidente Juan Bosch responde las principales críticas de sus opositores y anuncia el sometimiento al Congreso los temas más controvertidas de la Constitución, como la reforma agraria, latifundio y el matrimonio. 1966. Es creada la Dirección General de Tránsito Terrestre, adscrito a la secretaría (Ministerio) de Obras Públicas. 1973. Es asesinado por "desconocidos", en horas de la noche, el periodista Gregorio García Castro, quien se desempeñaba como jefe de redacción del vespertino Ultima Hora. 1985. Muere en Santo Domingo a la edad de 76 años, el historiador Vetillo Alfau. 2008. El Presidente y candidato a la reelección, Leonel Fernandez, juramenta como miembro del PLD un grupo de dirigentes del PRD, entre ellos Polonio Pierret, ex jefe de seguridad del extinto líder perredeista José Fco. Peña Gómez. Internacionales: 681. El VI Concilio Ecuménico condena el monotelismo. 1507. Génova capitula ante Luis XII de Francia. 1800. El parlamento de Londres aprueba el acta de unión de Inglaterra e Irlanda. 1801. Es firmada la llamada "Paz de Florencia" entre Francia y Nápoles. 1809. En Vigo, se produce la Reconquista de España con la expulsión de los franceses de la ciudad. 1854. Gran Bretaña declara la guerra de Rusia. 1895. Los hermanos Lumière presentan su invento llamado cinematográfico. 1936. Nace en la ciudad de Arequipa, Perú, el escritor y premio Nobel de Literatura en 2010, Mario Vargas Llosa. 1959. El Tíbet se alza contra la dominación china. 1971. Es firmado en el Teatro Nacional Rubén Darío de Nicaragua, el "Pacto Kupia-Kumi" por el dictador Anastasio Somoza Debayle y el Fernando Agüero Rocha, presidentes respectivos de los partidos Liberal Nacionalista y Conservador para asegurar la reelección del primero en 1974. 1980. En Buenos Aires, Argentina, el Banco Central dispone la liquidación del Banco de Intercambio Regional y otros, vinculados a grandes grupos económicos. 1982. El volcán Chichonal hace erupción en Chiapas, México, después de estar inactivo por siglos. 1990. El parlamento de Israel reafirma a Jerusalén como capital del Estado. 1997. Un barco con refugiados albaneses se hunde al chocar con un carguero italiano, provocando 80 muertos. 1999. Serbia lanza una gran operación de limpieza étnica contra los albaneses de Kosovo. 2006. En Francia, cientos de miles de trabajadores del transporte, profesores y otros empleados protagonizaron una jornada de huelga nacional, marchando por las calles para tratar de obligar al gobierno a eliminar una nueva ley que limita la oferta de empleo para jóvenes. 2007. Es publicada la primera "Reflexión del Comandante en Jefe" cubano Fidel Castro, titulada 'Condenados a muerte prematura más de tres mil millones de personas ', en la que se alerta sobre "las graves consecuencias", de producir combustibles a partir de alimentos. 2008. El Gobernador de Puerto Rico, Aníbal Acevedo se entrega a las autoridades federales del Tribunal Federal en Hato Rey, pero la jueza Margaret Kravchuk dispone quedar libre bajo su propio reconocimiento y sin pagar fianza ni entregar su pasaporte. 2014. El Gobierno de Filipinas y la guerrilla del Frente Moro de Liberación Islámica (FMLI) firman un acuerdo de paz, después de 30 años de lucha fratricida, a cambio de la creación de una región autónoma musulmana en el sur del país. 2018. El Fiscal General de Venezuela, Tarek Saab, confirma que al menos 68 personas fallecieron en un "presunto incendio" en el centro de reclusión de la Policía Estatal de Carabobo, en el centro del país, donde, según medios locales, estalló un motín durante la madrugada. 2019. El canciller haitiano, Bocchit Edmond, lamenta el ataque armado sufrido por el embajador de Chile en el país, Patricio Utreras, al que prometió, durante una visita que le realizara, que la justicia actuará contra los responsables. - La portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso, María Zajárova, afirma que ni Rusia ni Venezuela son provincias de Estados Unidos, por lo que Washington no tiene derecho a decirles cómo deben desarrollar sus relaciones bilaterales. 2021. La Casa Blanca y varias compañías privadas de Estados Unidos trabajan para desarrollar un estándar de pasaporte de vacunación que certifique que su portador está inmunizado contra la covid-19, iniciativa que también prepara la Unión Europea (UE). 2022. La Corte Suprema de Justicia de El Salvador ratifica la extradición del expresidente Juan Orlando Hernández hacia Estados Unidos, donde será procesado por delitos relacionados al narcotráfico, después de una revisión al recurso de apelación presentada por el grupo de abogados de Hernández. - Rusia anuncia estar elaborando un documento para imponer restricciones de visados a los ciudadanos de "países inamistosos", en represalia por medidas similares adoptadas en su contra, declaró el ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov.

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domingo, 24 de septiembre de 2017

De William Shakespeare a James Cameron: en busca de la sustancia de los sueños

Las grandes revoluciones, las verdaderas, las que cambian el curso de (una parte de) la Historia no suelen ser visibles. Apenas una chispa al principio, que se vuelve constantemente visible y a la que, por costumbre, pasamos por alto sin darnos cuenta de que se ha convertido en un incendio, que ha teñido todo con su luz. En la historia del cine, que es la historia del siglo xx, sucedió primero con Chaplin y luego con El nacimiento de una nación.
En la historia de lo audiovisual, en la historia de la fusión completa entre lo real y lo virtual, esa historia que incluye el cine, la televisión, las comunicaciones e Internet, la chispa se llama “Avatar”.
Lo extraño es que esa chispa proviene de otro lado: es el último despertar de esa tea universal llamada Shakespeare. Con lo cual, Vico aparte, se demuestra nuevamente que la danza de la historia tiene ritmo de pavana.
Los datos respecto de la película de James Cameron son abrumadores. Es la película que más ha recaudado hasta la fecha, con 2,782 millones de dólares, superando a “Titanic”, también de Cameron –y film importante en el paso definitivo de un cine analógico a uno digital–, que había recaudado 2,186 millones. Si se ajusta el precio de las entradas –inflación, cambio del valor de la moneda, etcétera–, “Avatar” sigue estando en el segundo lugar detrás de “Lo que el viento se llevó”, film que nadie sabe a ciencia cierta cuánta gente vio ya que solo se contabilizaban algunas de las entradas vendidas, y cuando paso a la TV no había aún modo fiel de medir la audiencia. El film de Cameron, además, requirió la creación de una tecnología propia para llevarse a cabo y es en este punto donde se diferencia del resto del cine.
Primero, ¿quién es James Cameron? Un canadiense que ama el cine pero ha superado la cinefilia. Es decir, a diferencia de sus hermanos mayores, los cineastas de la generación de los setenta (Spielberg, Scorsese, De Palma, Coppola o Lucas, por poner algunos casos), no hace de cada film al mismo tiempo un catálogo o un homenaje a los cineastas clásicos que deben ser reivindicados. Por cierto, esas influencias, en lo estrictamente cinematográfico, se reducen a Howard Hawks, el hombre que definió las constantes del cine de aventuras y las introdujo en todo género –el western, el policial, la ciencia ficción, la comedia y hasta el mamotreto histórico–. Los personajes de Cameron –especialmente los femeninos– están calcados en ese molde «hawksiano»: se definen por lo que hacen y por cómo se mueven. Cameron es también un enamorado de las posibilidades que permite la tecnología y, al mismo tiempo, desconfía absolutamente de esta. Desde su primer ejercicio cinematográfico, el corto Xenogénesis –realizado en 1978, un año después de que descubriese La guerra de las galaxias y, según sus propias palabras, «la envidiase porque era justamente la película que yo hubiera querido hacer»–, donde una pareja de exploradores llegaba a los residuos de una civilización tecnológica y debía batallar con un robot gigante, aparece la idea de que los productos de la ciencia, después de ayudar al hombre, generan una tentación fáustica ante la cual o hay caída –solitaria– o hay redención. Esta última, solo de la mano de la mujer: Cameron ha creado una galería de personajes femeninos notables, todos ellos capaces de las mayores heroicidades para salvar la familia humana: Sarah Connor en ambas “Terminator” (1985 y 1992), Ellen Ripley en Aliens (1986, una secuela a la que Cameron dotó por fin de alma, alejándola del barroco ejercicio de estilo del “Alien” de Ridley Scott), Lindsay Brigman en “El abismo” (1989), la doble Helen Tasker en “Mentiras verdaderas” (1994), la central Rose DeWitt-Bukater/Dawson en “Titanic” (1997) y, finalmente, Neytiri en “Avatar”. Habría que sumar a la gran Anne Kimbrough, aventurera de ese primer film fallido, fallado por su escaso presupuesto, que es “Piranha 2” (1982). En todos los casos, son ellas las que corrigen y resuelven el curso de la historia (y de la Historia) cuando el hombre cae en aquella tentación fáustica de la tecnología.
Ahora bien, los films de James Cameron son, para emplear un término bien estadounidense, puro “state of the art”. Decir que nuestras invenciones nos traicionan empleando la máxima capacidad de invención, el máximo desarrollo tecnológico posible, puede parecer una paradoja. Pero se explica por dos razones: la primera, que Cameron es ante todo un cineasta realista, es decir, aquel que pretende que los inventos de su imaginación den la máxima impresión de realidad posible. El corolario –una ley no escrita pero de acero en el cine– es que cuanto más realista es un film, mayor despliegue tecnológico requiere (el caso del documental es un poco aparte, y requiere otra clase de análisis). El segundo motivo es un poco más oscuro pero deducible: los cuentos de Cameron solo se refieren a la tecnología en la superficie, porque intentan extrapolar a la ficción los males creados por la explosión tecnológica que vive el mundo al menos desde mediados del siglo XIX. Pero en el fondo son cuentos morales y cuentos éticos: es la moral práctica la que hace de la tecnología una herramienta de liberación o un arma de sometimiento –Cameron es un cineasta kantiano y en el fondo, como todo kantiano, cristiano–. Es la moral, pues, la que le da a ese fuego prometeico su auténtico sentido.
Pero hay un elemento más en esta red. Cameron es, como los mayores artistas de la Historia (aunque solo el futuro le dará ingreso a tan selecto grupo) un enorme “entertainer”. Cree en el drama, el humor, la aventura, el placer visual, el melodrama. Cree que el cine es el arte que nos permite ver (y gozar o temer) aquello que no accede a una forma en nuestro trivial mundo cotidiano. Es devoto de la ética del espectáculo. El término espectáculo ha sido víctima de la mala fe biempensante durante demasiado tiempo, acompañado de otra palabra estigmatizada: entretenimiento. Parece ser que divertirse está mal (tercer término mal comprendido y peor utilizado: divertir). Etimológicamente, «divertir» es dejarse llevar por otros caminos; «entretener», suspender el tiempo de nuestra experiencia para ingresar en otro tiempo, para especular en espejo. Ambas constituyen las acciones del «Espectáculo», aquello que se contempla. El espectáculo funciona como una lente de aumento de la realidad, la reviste de juego y brillo, la disfraza de otra cosa para que, mutatis mutandi, salte a la vista aquello invisible: su verdad. Todo gran arte es diversión; todo gran arte es, pues, metáfora. Y en cuanto al espectáculo, todo gran arte nace de la obra de William Shakespeare, el padre de todos los trágicos y todos los bufones, de todos los trucos narrativos y de todos los efectos especiales. El que hizo de la simulación, la farsa y la ficción un tema dentro de los temas en todas sus obras. ¿Acaso en “Hamlet” y “Sueño de una noche de verano” no se montan espectáculos que miman la realidad en la que viven los personajes –fantásticos– de esas obras, pobladas de fantasmas y de duendes? ¿Acaso no hay mujeres que fingen ser hombres –“Noche de reyes”–, enamorados que fingen su muerte –“Romeo y Julieta”–, cuerdos que se fingen locos –“Hamlet” nuevamente, “El rey Lear”–, enamorados que fingen indiferencia y montan comedias sobre el amor –Como gustéis, A buen fin no hay mal principio, La comedia de los errores, Mucho ruido y pocas nueces–, mujeres fuertes de toda fortaleza –“La fierecilla domada”, Trabajos de amor perdidos–, villanos que comprenden que la mentira y la puesta en escena son sus mejores armas –“Ricardo III”, “Macbeth”–? Estos personajes son evidentemente falsos de un modo tan evidente que su propia falsedad, calculada como puro espectáculo, los vuelve muy cercanos a nosotros. No por nada Harold Bloom tituló su extenso análisis de la obra del Bardo “La invención de lo humano”: lo que entendemos hoy por «humanidad» como atributo (lo dice Bloom pero es una verdad evidente) es el producto del espectáculo shakespereano.
Shakespeare, el mago de los efectos especiales
Las obras de Shakespeare, además, abundan en secuencias cómicas, musicales y épicas. En crímenes horrendos –propios del futuro «grand guignol»– y en fantasía desbocada. El propio verso está trabajado para que sea, por sí mismo, una fuente de placer sensorial que involucre al espectador en la música de la obra. Los espectáculos de Shakespeare, más incluso que las obras de Shakespeare y los textos de Shakespeare, adelantan las reglas espectaculares del cine o, más bien, la poética de Hollywood. Si la novela del siglo XIX le dio al cine su matriz narrativa, es Shakespeare y la manera del espectáculo que esparció con su obra – y que destiló los hallazgos del teatro barroco e isabelino– la que le ofreció, finalmente, su matriz visual, su calculado uso de los efectos. Detrás de todo esto funciona un deseo que podemos llamar, sin temor, moderno: el del artista que desea crear todo un mundo (que, a su vez, incluye el arte) y permitirle al espectador entrar en él, formar parte. No otra es la raíz del cine, no otra la explicación de esa fórmula a veces mal comprendida que lanzó André Bazin, que el cine no ha sido inventado todavía. Pues si el cine es la culminación del mundo alternativo donde podemos ingresar y hacer realidad nuestros deseos más profundos –incluso los prometeicos, incluso los fáusticos–, siempre tendrá alguna deuda: primero el sonido, luego el color, luego las tres dimensiones, después la sensación táctil, luego la posibilidad de interactuar con ese mundo y, finalmente, la de mudarnos definitivamente a él. Shakespeare comprendía todas estas cosas y, sobre todo, comprendía que ese, el de la creación de la propia realidad, era el fin último, la aspiración humana final.
La última comedia de Shakespeare es también su obra «americana», La tempestad. La trama tiene una excusa más o menos política dentro de ese mundo de ficción: Próspero, legítimo dux de Milán, ha sido engañado, su reino fue usurpado por su hermano, y ahora vive en una isla lejana, abocado a la magia, con su hija Miranda. El actual duque, Antonio, viaja en un barco junto a su aliado el rey de Nápoles, Alonso, y su hijo, Fernando. Próspero lo sabe, obliga al espíritu Ariel a causar una tempestad que hace naufragar al buque, y la tripulación logra arribar a la isla. Por un lado, los duques, hostigados mágicamente por Próspero. Por el otro, Fernando, inocente, descubierto por Miranda, quienes se enamoran. Un personaje más, que encarna el espíritu salvaje de la tierra, Calibán, está al servicio de Próspero pero lo desprecia. El final encuentra una reconciliación general, el perdón de Próspero a su hermano, el matrimonio de Fernando y Miranda, y la isla, finalmente, en poder de Calibán.
En esta isla sucede algo interesante: tierra incógnita, es el último refugio de la magia, que no es otra cosa que el saber tradicional que une al hombre con la Naturaleza. Ese «yacimiento» es el que Próspero saquea y luego utiliza en su propio provecho. Pero la lógica de Próspero no está ligada a este conocimiento tradicional sino, por el contrario, al Mundo, a las intrigas políticas y al interés material. Cuando finalmente deje ese reino para volver a aquel mundo, dejará al único habitante que comprende naturalmente sus reglas, Calibán, como auténtico amo. Pero esto no es lo único que sucede en la obra: metafóricamente, para Shakespeare la «isla», que es América, es el hogar de una utopía posible. Pero esa utopía no puede funcionar bajo las mismas reglas que el mundo moderno de la política y los negocios. Nueva paradoja: Shakespeare inaugura inadvertidamente lo «moderno» tratando solo de ser «contemporáneo» a su auditorio, al que involucra. Pero esa modernidad incipiente es al mismo tiempo profética: habla, siglos antes de que ocurriese, del fracaso de la Utopía Americana por la negativa del pensamiento positivista lógico a conciliar con el mundo natural y tradicional. Cuando la guerra de Secesión, dos siglos y medio más tarde, determine el triunfo del mercantilismo industrialista, del pensamiento secular y laico por sobre el pensamiento religioso tradicional (la consecuencia negativa del triunfo del liberalismo yanqui contra el conservadurismo dixie, como diría el crítico argentino Ángel Faretta, ni más ni menos), ya no quedará espacio para esa utopía. El Calibán de Shakespeare, que representa caricaturalmente al aborigen americano, podría ser un reservorio. Pero tras aquella guerra, se vivió en la América del Norte con la llamada «conquista del Oeste» el final del aniquilamiento de esos aborígenes tradicionales. Ahora bien: es interesante pensar que estas ideas no son propias de un país, sino que existen procesos sincrónicos: lo mismo sucedió en gran parte de América, especialmente en la del Sur, donde, amén del triunfo de una élite agrícola-ganadera, también se barrió con lo que restaba de pensamiento mágico tradicional.
Pero, como diría Freud, lo reprimido retorna. Si Calibán queda solo en su isla, fuera del mundo, lo que implicaría que la América ideal es directamente otro planeta, la idea permanece. Shakespeare utilizó toda clase de magia y de trucos para transmitir estas ideas complejas y, de algún modo, esotéricas –nada menos que él, probablemente un criptocatólico en el antipapista universo isabelino– porque el espectáculo es todo lo contrario de un velo que oculta la verdad: es una lupa que, revistiéndola de colores fuertes, permite que esta salga a la luz a partir del puro juego; que sea transmitida por el placer que siente el espectador al aventurarse en un universo artificial pero desconocido. El Poeta sabía perfectamente estas cosas, y los poetas de la narrativa, esos que han creado un vínculo especial con los espectadores, comprenden que el valor del entretenimiento, la diversión y el espectáculo reside en constituir el mejor vehículo para las ideas: el entretenimiento suspende el tiempo fuera de la sala o del libro; la diversión nos obliga a prestar atención, y el espectáculo, a ver las ideas convertidas en formas. ¿Qué gran artista (grande de verdad) no ha optado alguna vez por la comedia, la gracia o la ironía? Ninguno.
Llegados a este punto, es bastante evidente el paralelo entre Shakespeare y James Cameron. Pero respecto a Shakespeare, que es un universo en sí mismo, se puede trazar un paralelo con la mayoría de los grandes artistas posteriores a él. Tan vasto es que cabe todo en su interior, hasta lo impensado. El año pasado, Joss Whedon, el creador de la serie Buffy, la Cazavampiros, hoy en pleno desarrollo de esa gran novela popular y satírica de Los Vengadores y el resto de los héroes de la Marvel Comics, realizó una versión bellísima en blanco y negro, en su casa y con amigos, de Mucho ruido y pocas nueces. O el realizador argentino Matías Piñeyro, nombre de culto en el más selecto circuito de festivales, se vale del Bardo para realizarViola, un film que tiene en su núcleo Noche de reyes. Dos ejemplos en las (aparentes: ambos creen en el espectáculo) antípodas del cine, sin ir demasiado lejos. Así que comparar a Cameron con Shakespeare es fácil. Salvo por un punto: a Cameron, quienes no han visto bien sus películas siempre lo han tildado de un director más atento a la técnica y los efectos especiales que a la dirección de actores. Es obviamente falso (basta ver a Jamie Lee Curtis en Mentiras verdaderas, comedia shakespereana como pocas, pura equivocación que está bien porque bien termina), pero con Avatar sucedió que la aparición de esos seres creados por la más alta tecnología, esos felinos humanoides azules llamados na’vi, hizo que muchos críticos y divulgadores de todo el mundo salieran a decir que no, que no era cine, que era animación –olvidando que el cine es animación: imágenes fijas que parecen moverse por veloz sobreexposición–, que no debía ser tomado en serio. Agregaban a esto que el «guión» (refiriéndose al libreto, digamos) estaba lleno de clichés y que carecía de complejidad. Todo falso: en principio, Cameron cree en los relatos arquetípicos, los cuentos de hadas, la fantasía más arraigada. Todo el cine y todo el teatro y toda la literatura están hechos de ladrillos cocidos en hornos ancestrales: Shakeaspeare mismo robaba a manos llenas «clichés» para reconvertirlos en oro poético y diamante escénico. Es el cómo y no el qué: lo que importa no es que a otros miles de personajes les haya pasado lo mismo (¿qué más puede pasarle a un personaje que sufrir una contrariedad, enamorarse, pelear, ganar y luego morir?), sino que, cuando lo veamos, nos dejemos divertir creyendo que a ese personaje en particular, esas cosas que ya han sucedido en otros relatos le suceden por primera vez. Eso hace Cameron, ni más ni menos.
James Cameron, maestro de la escena
Pero para cerrar el círculo con el Bardo, Cameron hizo otra cosa, algo totalmente inesperado: no filmó una película, sino una obra teatral. Más adelante, lector, el por qué; ahora, el qué.
El director tardó doce años en volver a realizar un film de ficción después del enorme éxito universal de Titanic. Dirigió un par de largos documentales sobre el Titanic y sobre la vida en las profundidades abisales del océano, y desarrolló tecnologías. Tenía el tiempo porque tenía el dinero, y porque había sido el primero en lograr que una película recaudase más de mil millones de dólares (hoy es sencillo: la inflación ayuda, pero hoy nadie se acerca a la meta de los 2,000 millones solo quebrada por Cameron… dos veces). Una vez le preguntaron a Steven Spielberg –que sabe de presupuestos como nadie en Hollywood– si él le habría dado los 200 millones –cifra imposible entonces– a Cameron para hacer Titanic y respondió que sí, que Cameron siempre recupera el costo y es de los pocos que saben hacer esa clase de gigantomaquias. Que si pedía 200 millones era porque no podía hacerse por 190. Cameron, también, cuenta con una obra breve, filma solo cuando quiere hacerlo y tiene fama de gran tipo fuera del set y tirano dentro. Se recuerda la remera de «Yo sobreviví a la filmación de Titanic» que llevaban sus empleados, o que obligara a su propio hermano a flotar varias veces (incluso casi se ahoga) para fingir un cadáver submarino en El secreto del abismo. Pero lo quieren mucho igual: vuelven a trabajar con él a pesar de la tiranía, porque saben que el hombre sabe dónde quiere ir. Es evidente en sus películas.
Exactor independiente, también conoce algo sustancial: nada hace más difícil el trabajo del intérprete que el hecho de ponerse en el rol, decir tres palabras y que se acabe la toma. Lo que Cameron quiso siempre fue una experiencia más cercana al teatro, donde no fuera necesario cortar para cambiar la cámara o avisarle al actor que lo estaban tomando desde tal o cual ángulo para que completase la impresión de realidad con un esfuerzo postural. Esas pequeñas cosas son el pan y el agua del cine, hecho siempre de pequeños fragmentos. Esas pequeñas cosas son el pan y el agua de los actores de formación clásica o teatral cuando se quejan del cine o lo menosprecian. Cameron entendía que había algo de razón, que el hecho de cortar y cortar implicaba necesariamente desarmar el mundo «otro» sostenido a duras penas unos segundos para tener que recrearlo unos segundos después desde la nada. La respuesta habría sido filmar con muchísimas cámaras a la vez sin que los actores se percataran de ello, y dirigirlos como si estuvieran en un escenario teatral, en una gran toma continua.
La respuesta tomó demasiado tiempo, doce años, pero apareció: se llamaba «la jaula» y es una matriz de cámaras que hace exactamente eso: filma desde muchos ángulos a la vez. Los actores no tienen que preocuparse por dónde está y no es necesario cortar su trabajo a cada instante para seguir adelante con el asunto. Pero hay algo más: Cameron también desarrolló un sistema mediante el cual veía, en el espacio donde se rodaba, al actor cargado de diodos, con una malla azul y saltando entre cubos que daban la impresión del espacio que habría de rodearlo en el film terminado. Pero en el monitor no veía a, digamos, Zoe Saldaña, sino una versión un poco más tosca de Neytiri, su personaje extraterrestre. Es decir: todas las expresiones que vemos en la película fueron dirigidas como en el teatro, no son producto de la tecnología, sino que la tecnología es la que permite registrar su verdad más profunda.
El film es también el primero que piensa el 3D no como algo «adosado» a la película para vender entradas más caras (como pasa con la mayoría de las obras realizadas para este tipo de proyección, que se ruedan en 2D y luego se «convierten» en 3D), sino que busca absolutamente la inmersión del espectador en el mundo «otro». Lo que es especular con lo que le sucede a Jake Sully, el protagonista, que ingresa a ese «otro mundo» con un «yo» artificial que terminará siendo su único, verdadero yo. Nótese que el film cuenta cómo un ser diezmado por el liberalismo industrial (ese soldado paralítico) consigue a través de la tecnología volver a integrarse a una sociedad tradicional, «mágica», de inspiración más católica –o criptocatólica– que panteísta: Eywa, la deidad madre, no es indiferente como el dios del panteísmo, sino que decide, opta por el milagro y la providencia en el último minuto.
Es decir, Pandora es la isla de Calibán, la sociedad que Calibán habría desarrollado fuera de este mundo. Y los invasores (la «Compañía», proveniente de una Tierra donde las naciones han desaparecido y solo quedan los poderes fácticos de lo industrial), una vez agotados sus recursos tras siglos de política y economía a la manera de los hijos de Próspero, vuelven al último refugio de las tradiciones para destruirlo sin comprenderlo. Esto, que se ha visto –en parte correctamente– como metáfora del accionar policial de los Estados Unidos en Irak o Afganistán en busca del cada vez más escaso petróleo, apunta a una verdad mucho mayor, a que el espectáculo épico, como el de Enrique V, por ejemplo, sea el reflejo de un conflicto mayor entre lo físico y lo metafísico. Pero para comprenderlo y sentirnos involucrados en él hace falta, en primer lugar, la inmersión total. Y, en segundo, apelar a una forma mucho más tradicional que el cine, más antigua y más sólida: la raíz del espectáculo tal cual lo conocemos, el teatro concebido a la manera de Shakespeare.
Titanic fue, en este sentido, «la última película», donde había muy poca tecnología virtual, donde se construyó un nuevo Titanic para volver a hundirlo, donde las imágenes-reliquia del barco eran absolutamente documentales. Constituía la frontera final del cine «materialista», aquel considerado (solo) como huella de lo real. El paso siguiente era salir de la Tierra y, por lo tanto, salir de esa materia para recuperar una sustancia mucho menos cambiante, más duradera. A través de procedimientos teatrales que solo la máxima tecnología puede concebir, con la sabia disposición y puesta en valor de la narrativa popular, con la voluntad absoluta de divertir y entretener, espectáculo mediante, para mejor convencer, Cameron redescubrió en Avatar el «unobtanium» que hemos perdido. Ese que mencionaban en La tempestad, del cual, decía Sir William, estábamos realmente hechos: la sustancia de los sueños.
Leonardo M. D’Espósito es un escritor y crítico de cine argentino. Desde mediados de los noventa, ha publicado en La Maga, Terra Argentina, Internet Surf, Radar, Clarín, Ñ, Brando, Perfil, Noticias, bae, Crónica, Kinetoscopio, Wired, Cinémaction y, especialmente en Crítica y El Amante/Cine, medio este último que considera algo así como su hogar.


Leonardo: D´Espósito
Cortesía de la revista Global de la Fundación Global Democracia y Desarrollo



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