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domingo, 15 de abril de 2018

José José: "Un Príncipe en la cultura del sentimiento"

La vida de José José hace justicia a una época en la que el “imperio de los sentimientos” conjuga una biografía de excesos y vicios autocelebratorios con la lujuria cantada y emocional del que fue “de todo y sin medida”.
Estado benefactor en crisis, el monopolio empresarial de la televisión como la jaula del tiempo sentimental que todas las tardes unifica a las familias en su vocación de melodramatizar la vida misma; el radio como el altar mediático de la canción romántica y los éxitos transformados en Discos de Oro: las claves de una hegemonía sentimental que en su cuasi-tragedia resuelve los “problemas del corazón” como una manera también de conservar la “estabilidad” casi infinita de un régimen político y emocional siempre atroz en su definición autoritaria.

Durante los años ochenta del siglo xx, la era de la gran crisis económica y de lo que se denomina en América Latina como la “década perdida”, en México se vive y padece un nuevo auge del melodrama.

Este auge produce el sentimentalismo necesario para aligerar y controlar parte del descontento multitudinario ante los fracasos de la República en lo que se refiere a aspiraciones básicas, económicas y políticas. Además, el melodrama se da a la tarea de instruir y adoctrinar sentimentalmente a toda una sociedad y la prepara para sumergirse, vía la exaltación estereotipada de las almas sufrientes, en la atmósfera cotidiana de la vida que transcurre en la implosión de la crisis.
Desde la telenovela Los ricos también lloran (1979) –protagonizada por Verónica Castro y que se difunde con marca de éxito internacional por gran parte del mundo–, el melodrama contemporáneo se encargó de transformar el veredicto del enriquecimiento irremediable de unos cuantos en un veredicto lacrimógeno donde cabían todos, ricos y pobres. A través de la telenovela, el melodrama consolida su continuidad como la ideología mediática del control y la persuasión emocional –fundada en el dictum del entretenimiento– y fija los límites de las conductas ante los embates de las crisis “personales”, que se transforman en colectivas a veces por el simple hecho de la similitud y la cercanía.

Otra modalidad del melodrama, de raíz marcadamente popular, es la balada romántica. Este género, que en los años setenta del siglo xx muchas veces se extravía felizmente en los límites del bolero, encuentra en José José, el Príncipe de la Canción, una de sus figuras paradigmáticas.
José José representa el final de ese tránsito cultural que va del melodrama pueblerino, sentimentalmente rural, costumbrista y expresado en la canción ranchera y en el bolero tradicional de los años cuarenta y cincuenta, al melodrama contemporáneo, de rasgos populares y urbanos tanto en el público al que va dirigido –en su “enfoque de mercado”, que es hacia las “clases medias y bajas”– como en su arsenal de metáforas, alusiones, símbolos y demás recursos expresivos, que encaminan a José José hacia la figura de ídolo sufriente en el gran espectáculo del alma contemporánea.

Auge y caída de una vida sentimental y espectacular
El Príncipe de la Canción encarna como nadie la historia melodramática de la superación personal escenificada en el contexto del crecimiento a gran escala del alcance televisivo, es decir, masificado. La televisión y la “industria del espectáculo” toman por asalto mediático el centro de la vida cotidiana y, con ellos, la balada romántica se erige en uno de los relatos dominantes que representa las peripecias de los sentimientos, del amor y del romanticismo que se vive desde la serenata –esa traducción de sentimientos al lenguaje cifrado de la música romántica o ranchera, redención engañosa y fugaz del patriarcado contemporáneo–, la cantina como lugar estelar y personalísimo de la confesión, el arrepentimiento delirante, el exceso sentimental y el llanto inmaculado de los amantes ante los infortunios del amor secreto, imposible o incompleto.

José José moderniza el melodrama al darle sentido y lugar a la figura contemporánea del amante. Le canta abiertamente a un modelo de infidelidad suavizado en nombre del padecimiento amoroso y le asigna a la mujer, por enésima vez, el papel de mártir y traidora, siempre en los límites de su condición de “objeto” de propiedad amorosa, reforzando y actualizando los alcances del patriarcado posrevolucionario. Su sentimentalismo, que en él también significa la degradación contemporánea del “alma romántica” decimonónica, es un nuevo método de confesión y arrepentimiento llevado hasta el paroxismo autobiográfico: el Príncipe de la Canción se representa a sí mismo y a su tragedia existencial, amorosa y alcohólica, con desenlace tranquilizador, en una película que se titula como uno de sus temas de mayor popularidad, Gavilán o paloma.

Pero si su terreno no es el cine, José José sí logra estar presente de manera puntual en el torrente sanguíneo de la vida urbana a través de la balada románti-ca: su voz se expande por los pasillos de oficinas gubernamentales, empresas privadas y trasnacionales con el nacionalismo suficiente como para ceder su terreno cultural sólo a la cursilería de moda. En comercios, mercados, bancos, cocinas, talleres mecánicos e infinidad de lugares públicos y privados, sus temas se transforman en el soundtrack de millones de vidas que se perfi-lan culturalmente hacia el siglo xxi. Se vuelve lugar común, en celebraciones domésticas o multitudinarias, invocar los poderes del sentimentalismo de las historias cantadas por José José. Historias en las que se reitera la misma estructura emotiva –ya sea lineal o cíclica en cuanto a escenificaciones de sentimientos se refiere– para finalmente orillar al sufriente a regocijarse en la profundización de los matices para exaltar el ámbito sentimental, el amasiato afortunado o trágicamente controlable y el martirio por una vida de excesos y alegrías. La decepción amorosa y el placer del sufrimiento, su repetición exhaustiva vía el romanticismo popular de las canciones interpretadas por José José, se confirman como emblemas culturales de la vida en la gran ciudad, sin que por esto dejen de influir y circular en espacios semiurbanos o rurales.

En los años ochenta del siglo xx, José José es el indiscutible centro de la balada romántica. Su producción discográfica y la circulación de su figura y de su voz en programas de televisión y de radio así lo confirman. En esta década graba once discos, todos ellos enmarcados en el panóptico del sentimentalismo moderno:

Amor, amor (1980): disco con el que inicia el encumbramiento vía la asimilación definitiva de la balada romántica que raya en la candidez que poco a poco se transforma en cursilería estupefacta.

Mi vida (1982), álbum encuadrado en el imperativo de la confesión y la exaltación del pasado personal como una peripecia del exceso sentimental.

Secretos (1983), el disco de la consumación de lo “ín-timo” como espacio privilegiado de la balada y de su parcela de melodrama.

Reflexiones (1984), donde e
l sentimiento se vuelve contra sí mismo y declara su efectividad como aniquilador de pensamientos propios.
Gavilán o paloma (1985), la cúspide de la travesía de José José por los territorios del amor románticamente controlado a través de metáforas cargadas de una cur-silería desafiante, que culminan en una animalización amable de la atmósfera amorosa.

Promesas (1985), donde se resiente el exceso verbal y utópico del paisaje melodramático.

Siempre contigo (1986), fugaz reiteración de la falta de novedad sentimental de los amores contrariados.
Soy así (1988), álbum que recorre el veredicto de la personalidad indomable del ídolo y de su destino casi trágico y reiterativo hasta el hartazgo en cuanto a sufrimiento se refiere.

Sabor a mí (1988), disco que actualiza las herencias que el bolero le inocula a la balada romántica, es también la imposición de una simetría biográfica y de mercado entre José José y el compositor Álvaro Carrillo.

La década de los ochenta termina con un disco que se quiere enigmático, pero que no alcanza a salir de la reiteración cursi: Qué es el amor (1989).

En todos sus discos, José José logra imponer un efecto de invisibilidad sobre los compositores. Manuel Alejandro, Rafael Pérez Botija, Paco Cepero, Roberto Cantoral, Álvaro Carrilo y hasta el mismo Juan Gabriel, son borrados por la presencia absoluta, comercial y esceno-gráfica, de un intérprete que transforma en estreme-cimiento puro todo lo que canta.

Sin embargo, José José no pertenece al melodrama rosa que trabaja sobre la matriz del amor dulcificado al extremo para culminar en la reiteración exhaustiva del final feliz; su representación de los sentimientos, a veces agreste y tremendista, a veces de un naturalismo de-gradadamente epopéyico –“... yo que fui tormenta, yo que fui tornado, yo que fui volcán soy un volcán apagado”, canta el Príncipe y, de paso, confirma que el tamaño de su alma y de su heroísmo melodramático es tan grande que sólo es comparable, en términos metafó-ricos, con el Popocatépetl en plena erupción sentimental–, contiene rasgos trágicos y melancólicos. Su decisión de interpretar temas sobre el desamor y la infidelidad controlada por el arrepentimiento hacen de su música una renuncia a exaltar figuras como la familia o el matrimonio, matrices del melodrama tradicional.

Sus historias lineales, sus personificaciones estereotipadas del amante, del sufriente o simplemente autobiográficas... es más, su popular categorización manierista que se dirime entre “Amar y querer”, así como las limitaciones estéticas propias de la balada román-tica, lo determinan como uno de los grandes difusores y prisioneros del sentimentalismo contemporáneo. José José donó su figura para definir en clave sentimental a toda una época. Es uno de los más importantes hacedores de la jungla devoradora e insaciable del amor melodramático, el mismo que gobierna las emociones de millones de mexicanos durante las últimas décadas del siglo xx. Un tipo de sentimentalismo que se desintegra, en su matriz cultural y mediática, en los primeros años del nuevo siglo y que se actualiza –en su vocación de sufrimiento, abnegación amorosa y control melodramático y mediático de las emociones– a través de los nuevos géneros del melodrama. Por ejemplo, el cover de concurso televisivo, guiado por la instauración definitiva del pop y de su extensión hacia un nuevo tipo de balada que permanece cercana a los modelos fundadores del género.

Desde su prestigio como leyenda de la balada romántica, de Príncipe sentimental en decadencia perma-nente, José José selló su pacto luciferino con los po-deres de la fugacidad televisiva, desde ese ondear de banderas románticas que también le acompañaron en la caída cuasi-trágica de una vida de excesos y enfermedades, consecuencias sentimentalizadas al extremo hasta el último minuto de su existencia. José José ya es para siempre –cualquier cosa que signifique este exceso de temporalidad mediática– el Príncipeabsoluto de la historia vibrante y contemporánea del melodrama mexicano, que ya le tiene asignada su tumba de inmortalidad conmovida, su estatua de héroe del sentimiento y de figura estabilizadora en el drama de la integración emocional y autoritaria de la nación.

*Una primera versión de este texto se publicó en el libro La mirada de los estropeados, Fondo de Cultura Económica, 2010.

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