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miércoles, 13 de mayo de 2020

Montaña de muertos en 57 días

Una bebé de seis meses. El al­calde de un pequeño pueblo, recién electo. Un recluso. Un candidato a diputado. La fa­ma y el glamour de una de las diseñadoras de moda más conocidas del Caribe. Una dominicana que llegó desde España a su pueblito queri­do.

Una niña de dos años y una anciana de 103. Una mujer embarazada. Un em­bajador. El presidente de un sindicato de choferes, una mujer clamando ayuda en redes sociales, un periodista, el hermano de un periodista, un recluso, y otro más.
Un artista en hierro forja­do.
La esposa de un goberna­dor. El hermano del goberna­dor. El esposo de la hermana del gobernador…
La muerte en Repúbli­ca Dominicana tiene tantos rostros como los dolores que arrastra. Es una pena hon­da que no logra diluirse en la lectura diaria de un arse­nal de números, de gráficos y tendencias. Se queda en­clavada en las despedidas inconclusas, en los adioses postergados. En el llanto re­primido.
Y detrás un rosario de ra­zones: comorbilidades, una fiestecita, un crucero para darle la vuelta al Caribe, una boda, un gran foco comuni­tario para el que nadie esta­ba preparado, aquel andar sin mascarillas, sin lavarse las manos. O aquella que no encontró una prueba PCR a tiempo cuando el monstruo apenas acechaba.
Y verdaderamente detrás una sola culpable: una nueva pandemia de la familia de los coronavirus. Un nuevo virus que registró su primer gran ataque en Wuhan, en China, y por el que las grandes po­tencias se pelean buscando culpables.
Así, a 57 días de haber anunciado la primera muer­te en el país por el Covid-19, República Dominicana lle­ga a los 402 fallecimientos. Y abulta aún más las historias de las familias rotas.
A República Dominica­na le tomó veintitrés días lle­gar al centenar de muertos. Sucedió entre el lunes 16 de marzo, cuando aún no co­menzaban los boletines ofi­ciales de Salud Pública, y el siete de abril, en el reporte es­pecial número 20, cuando la cantidad de fallecidos llegó a 108 personas.
Ese primer caso, esa pri­mera muerte, bien pudo ser un presagio de la mala histo­ria que nos sobrevenía. Una mujer que fue llevada hasta la Clínica Cruz Jiminian en una ambulancia del Servi­cio Nacional de Emergencias 911. Llegó muerta, arrastran­do comorbilidades importan­tes como VIH. Fue directo a la morgue del hospital, luego de haber recibido días antes el alta médica en otro centro de salud.
Eso llevó a que el director de la clínica, el doctor Anto­nio Cruz Jiminian, llamara la atención a los servicios de sa­lud para que no continuaran la práctica de llevarles los pa­cientes moribundos o ya he­chos cadáveres. Días después el llamado “médico de los po­bres” fue internado con den­gue en otro centro de salud. Poco después fue diagnosti­cado positivo al Covid-19 y li­bró al mismo tiempo una de las batallas más épicas contra la enfermedad que haya re­gistrado República Domini­cana, llevando a uno de sus costados los cuidados de la ciencia y las plegarias de la fe del otro, hasta escaparse de la muerte.
Desde entonces los inter­valos han sido aún más fata­les. Y cada noticia se va con­virtiendo en un mazazo en la conciencia colectiva.

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