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lunes, 16 de julio de 2018

Putin sólo teme a los niños

Saca pecho. Mira altivo. Se sabe con influencia. Siempre actúa con la soberbia de quien controla todos los resortes del poder en Rusia.
Lo hace, incluso, delante de Angela Merkel, la canciller que gobierna en Europa, sacando a pasear a su perro ante una temerosa invitada en su residencia estival de Sochi.
¿Acusan al gobierno ruso de envenenar en suelo británico a un exespía y de causar más de un y dos y tres graves efectos secundarios? No va más allá. ¿Se señala al régimen por planificar el asesinato de un periodista en Ucrania? Se niega la mayor. ¿Hay un boicot internacional por la anexión de Crimea? Se sufre, pero se mira para adelante. ¿Cae el precio de los hidrocarburos, de los que depende gran parte de la economía del país? Se opta por desviar la atención. ¿Hay elecciones? Es victoria segura.
Vladímir Putin apenas tiene una pesadilla: los niños. Más en concreto con su número.
Hasta entonces Putin es el presidente que pilota un helicóptero militar y que guía a toda una bandada de grullas en avioneta ligera, bucea en el mar Negro al rescate de ánforas del siglo V a. C., monta a caballo con el torso desnudo y acaricia los cachorros de tigre siberiano, juega a hockey sobre hielo y pelea en un combate de judo. El líder que se sumerge en el agua helada del lago Ladoga, en la fría Carelia, para un rito de Epifanía.
La posterior crisis económica, junto a la escasa población nacida en la década de 1990, han hecho el resto para volver al pesimismo.
Además, y como rememoran muchos analistas, no hay un solo ejemplo de potencia que lo sea, sólo, por ser rica en materias primas. Se habla de vulnerabilidad. O de dependencia. Y más si los nuevos yacimientos requieren de grandes inversiones por el clima y la topografía a la que se enfrentan.

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