Su día inició formalmente con una misa en la Iglesia Episcopal de San Juan de Washington D.C.; luego, junto a la nueva primera dama, partieron hacia la Casa Blanca, donde el presidente saliente, junto a su carismática esposa, le invitaron a degustar un té, y a parlar casualmente por un espacio de aproximadamente 45 minutos.
Finalmente, en cumplimiento con una tradición que data desde 1837, el presidente saliente y el electo abordaron un mismo vehículo, y juntos asistieron a las escalinatas del Capitolio, sede del Poder Legislativo, donde el primero atestiguo en primera fila la juramentación del segundo como el nuevo presidente de los Estados Unidos.
Mientras se agotaban uno a uno, de manera minuciosa, los actos protocolares prescritos por la institucionalidad ceremonial de la toma de posesión de los mandatarios estadounidenses, era inevitable encontrarse ensimismado, en franco estupor, al estar contemplando lo que hacía un año y medio lucía abrumadoramente improbable: una presidencia de Donald Trump.
Pero una vez superado el estado de estupefacción, aunque fuese momentáneamente, surge una interrogante que ha venido erigiéndose sobre la base de unos alegatos que resultan preocupantes y a la vez asombrosos. Nos referimos a la posibilidad de que el Estado ruso haya logrado coaccionar al hoy presidente de los Estados Unidos durante la campaña, al punto ---se alega--- de que estamentos rusos hayan coordinado con algunos miembros del equipo Trump, la filtración de las informaciones ‘hackeadas’ al Partido Demócrata y al equipo de campaña de su contrincante, Hillary Clinton. Por lo anterior, aflora la siguiente duda: de confirmarse estos alegatos ¿Podría el presidente de los Estados Unidos verse sometido a un juicio político, o “impeachment”, que cercene su mandato presidencial?
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