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domingo, 7 de febrero de 2016

Mano Juan y la ardiente pasión de un pescador por las tortugas

En la isla Saona hay un poblado llamado Mano Juan cuya “calle principal” es una ficción. No puede llamarse calle sin faltar a la decencia a ese camino polvoriento y sinuoso sobre el que se inclinan dos hileras de casas precarias. El nombre de play también resulta excesivo para el terreno en que los escasos niños juegan pelota, reducido hasta hace poco en varios metros por un vertedero que se traga los manglares.

Hablar de servicio de electricidad es fabular. Varias agencias internacionales mancomunaron esfuerzos en la construcción de una planta de paneles solares que dejó de cumplir su promesa antes de que cantara el gallo. En tono autocrítico, algunos pobladores reconocen que, inaugurado el servicio, se produjo una importación incontrolada de electrodomésticos de alto consumo. La generación no daba para tanto y, ahora, cada cual debe agenciarse electricidad por medios propios o acostumbrarse a pasar las noches a la lumbre de una vela.
No hay agua en Mano Juan. Los pozos abiertos proveen un líquido salobre y contaminado que sirve para el aseo doméstico y personal, pero no para el consumo. Así que la potable hay que importarla de La Romana o Higüey, y eso solo pueden hacerlo quienes tienen lancha propia, convertidos en vendedores de botellones a precio de oro molido.

Las estimaciones hablan de una población de mil personas habitando doscientos hogares. Difícil comprobarlo; la movilidad de los pobladores burla el rigor estadístico. Poquísimos viven de manera permanente en la isla. La falta de oportunidades los desplaza hacia los centros urbanos y turísticos de la región. Para estudiar, los niños y las niñas cuentan con dos aulas donde se agrupan todos los cursos, desde el primero al octavo. Si quieren continuar estudiando la única opción es levar anclas.
Además de la “principal” hay otra “calle”. Da a la playa y está llena, a la escala del poblado, de tiendas de artesanía y pintura naíf en la que se reconoce a leguas el colorido pincel haitiano. Y de tumbonas bajo unos cocoteros esplendorosos en las que los turistas viven su idea del Paraíso. Cada vez son más los que llegan a Mano Juan en modernas embarcaciones desde Bayahíbe, aunque todavía son más numerosos los que desembarcan en Catuano, una playa virgen situada en el mapa del turismo de masas, y potencialmente depredador, por la revista de viajes Caribbean Travel & Life.
Según declaraciones dadas a los medios por Manuel Serrano, viceministro de Recursos Forestales del Ministerio de Medio Ambiente, cada año crece el número de visitantes a la isla Saona, donde está enclavado Mano Juan. En marzo del pasado año calculó, a ojo de buen cubero, que cada día llegan unos dos mil extranjeros; tres mil en temporada alta; seiscientos mil al año. A las cuatro de cada tarde deben emprender el regreso: en Mano Juan ni en Catuano hay hoteles por la simple razón de que la isla Saona es parque nacional y no están permitidas las monumentales edificaciones que llenan la costa oriental y se apropian, mediante la privatización de hecho, de las playas públicas.
Quizá su condición de área protegida preserve a Mano Juan del destino que ya padecen otros poblados orientales. Pero la certidumbre flaquea por incontables motivos. Al influjo del turismo, el Pueblo de Pescadores, como se le conoció desde su fundación en 1944, recoge poco a poco las redes y arrincona las yolas. Los precios encarecen y el guía turístico, que chapurrea dos o tres idiomas, va erigiéndose en tótem de la cegadora industria.

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