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lunes, 18 de enero de 2016

Enfermos mentales deambulantes, víctimas del desprecio social

Nadie sabe cuántos son los enfermos mentales deambulantes, solo que están en cualquier calle de cualquier ciudad y que van de un lado a otro acosados por el estigma. En tiempo ya lejano, fueron parte del paisaje citadino y sus sobrenombres, casi siempre
.peyorativos, lo son hoy del anecdotario de la nostalgia: Barajita, Pichón de Burro, el Maco Pempén...
Pero ese tiempo terminó, y el enfermo mental deambulante es hoy, para el común de la gente, un estorbo y un peligro. En el diseño de las políticas públicas en salud mental, ocupan un discreto lugar no exento de contradicciones.
“¿Quién sería el principal responsable de aquellos deambulantes que tienen un trastorno de salud mental? Es un problema complejo. Imaginemos que destinamos ambulancias con personal especializado en diferentes puntos del Distrito Nacional y ubicamos a cuarenta de ellos y los llevamos a un lugar donde intentamos tratar su trastorno, reeducarlos y, si sabemos quiénes son sus familiares, retornarlos a su hogar. Lo que nos dice la experiencia es que en lugar de cuarenta, tendremos ochenta”.

El que habla, repitiendo argumento, es el doctor Ángel Almánzar, director de Salud Mental del Ministerio de Salud Pública. Responsable de la Estrategia para la ampliación de la cobertura de los servicios en salud mental, defiende como gato bocarriba el quehacer práctico oficial, distinto, para mal, de las políticas públicas escritas y descritas en el papel de la ley.
Su interés, legítimo, es convencer de que los enfermos mentales deambulantes son como un alud. O como un tsunami. En cualquier caso, una especie de desastre que anula la capacidad de respuesta del sistema de salud público.
Porque el problema, según Almánzar, no es solo el Estado, que ha preferido hasta hoy hacerse de la vista gorda, sino también esa familia –olvídese del estrato, que todas se igualan en la desesperación— que no puede, no quiere, o lo que sea, afrontar la dura realidad del enfermo cuyo tratamiento desfonda los bolsillos y el alma. “Y la gente se cansa, la gente no puede. Si al loco que estaba en la esquina, en la avenida, se lo llevaron y ahora vive mejor que yo, incluso en el manicomio actual, a ese loco mío yo lo coloco en una esquina y también se lo van a llevar”, se queja el funcionario.
Hamlet Montero, psiquiatra director de la Unidad de Salud Mental del Hospital Vinicio Calventi, tiene una percepción diferente del modo en que la familia asume la aparición de una enfermedad mental en su seno. Va más lejos, y atribuye el propósito de crear en los hospitales unidades de intervención en crisis, propuesta de la Estrategia, no a la coherencia de las políticas en salud mental, sino a la necesidad de apaciguar los miedos que estos enfermos provocan en sectores de clase media y clase media alta.
“La Estrategia –sentencia Montero— se ha hecho de repente porque ven que se les están complicando las cosas. ¿Qué ha pasado? El gobierno maneja el 911, que busca personas por demandas de salud, y muchas de ellas son indigentes con enfermedades mentales. En mi hospital tengo un señor al que recogieron en la calle, con una condición médica complejísima y sin familiares. Yo intervengo como psiquiatra, pese a las dificultades de manejar conductualmente a esta persona para que los médicos puedan comprender, desde el punto de vista clínico, qué le pasa. ¿Dónde irá después?”. 
W. es una de esos que no tienen dónde ir. En su delirante mundo paralelo unas veces es estudiante brillante; otras, especialista afamada en todas las especialidades médicas imaginables. Lo dice mirándote a los ojos con sus ojos intensos, sin rehuirte, como si te desafiara a no crearla. Tiene la expresión serena y la sonrisa fácil en un rostro devastado que, sin embargo, sigue siendo bello. Ya no agita la cabeza para que el pelo suelto, ahora escaso, flote al viento, como en aquellos días en los que se paseaba por la calle El Conde, perseguida por ojos admirados y golosos.

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